miércoles, 18 de junio de 2008

Recuerdos de infancia



A los gallos de esta raza les quitábamos las plumas para ir de pesca
( esta es gallina)




El primer baño de la temporada
Ria de Barro ( Llanes)


Barca en el Puntal ( Villaviciosa)
El otro día paseando por el Puntal, saque esta fotografía y llegaron hasta mi recuerdos de mi infancia en Piloña y de los viajes a las playas del entorno montado en aquella moto que era la envidia de mis amigos, después aquellos ya mas ingratos del internado.
Rebuscando entre papeles antiguos y libretas de apuntes encontré estos escritos, que tienen la frescura y sentimiento de la edad en que se escribieron. He hecho de censor eliminando pasajes que solo para mi tienen sentido.

Olores y recuerdos de mi infancia.

El fragor del trueno,
escondido con mi madre
en la bodega,
abrazado a mi madre,
con la fragancia que nos asustaba,
de aquel cielo oscuro, sombrío,
del que manaban esquirlas de fuego,
que indagaban por rendijas
de las puertas.
Sus rezos, el sabor salado del agua bendita
en mis labios,
sus caricias de olor a rosas silvestres
a perfumes antiguos,
de jabón “Chimbo” y alcanfor,
a sábanas lavadas con lejía.

El olor de mi primer mar a los seis años.
Saltando por los caminos polvorientos,
en la “MV Avello” de mi padre; aventuras,
asido a su torso firme, salvador de mis miedos.

El nuevo sabor a salitre en mis labios,
la espuma limpia enredada en mi cabello,
el aroma fuerte de eucaliptos y retamas,
bajo la sombra húmeda del bosque,
en la tierra roja encendida por el sol,
donde olía a tortilla en la fiambrera ,
a postre de galletas maría,
fritas con dulce de membrillo
y a caricias de mi madre entre las sombras
mientras dormía feliz
con el horizonte del mar en mis retinas

A los diez años: el olor del humo denso y negro
que me ahogaba; hollín y cenizas,
en aquella estación solitaria y triste,
custodiada por un hombre de traje oscuro
de mirada vacía, de estatua de plomo gris.
Ruidos metálicos, mangas de agua a presión
dan de beber al monstruo de acero.
El estridente sonido del silbato
del hombre sin rostro
de olor a carbón quemado.

Y entre el vapor, veo tu silueta:
con la falda plisada, aquella de florecitas,
la que cosiste en el balcón de geranios
con tu vieja Singer,
y en tus manos, el pañuelo blanco
manchado de hollín o del rímel de tus ojos;
yo, asido como un náufrago
a mi maleta de tela,
donde sólo llevo lo que me has planchado
en dos noches de insomnio,
cien pesetas y un verso de mi abuelo:
“ Hay Tunín, Tunín; hay Tunín Tunera,
dexasti a güelín acongoxau de pena”
y por el sucio cristal de la ventana
de aquel vagón de madera,
sólo veo árboles desnudos
y el fluir constante del río de mi valle;
como mis ojos, sí, como mis ojos.


A los once años:
el olor de la tiza, y de la tinta de imprenta,
el tronar angustioso de los pupitres,
el sabor amargo de la sangre en mi boca,
después de la paliza de don Genaro;
el maestro alto de pelo engominado y fino bigote;
su colección de varas de avellano silvestre,
el zumbido y restallar en las piernas desnudas,
y la vergüenza más que el dolor
de ser azotado en público
ante los ojos burlones, crueles
exentos de piedad.
Los insomnios hasta el amanecer
odiando el alba,
los vómitos ante la sopa de engrudo
y las largas horas de rodillas ante
el plato de calamares putrefactos.
Aquella alegría al abrir la cesta de mimbre,
que mi madre rellenaba de queso y manteca
y alguna galleta casera,
el dolor cuando los ratones sólo dejaron
desperdicios;
lloré enrabietado por el trabajo perdido
de mi madre,
y aquella noche me acosté abrazado al pequeño
mantel de cuadros, bordado con mi nombre,
que tenía olor a jabón Chimbo
y a su aroma inconfundible.

A los quince años:
por fin me había librado
de tanto rosario obligado
de “dignidades” ficticias
impuestas por aquel cura
con pinta de “mocín” de cine
de los años cuarenta,
de galán trasnochado,
ya no me duele su mirada,
despreciativa,
por no ceñir sus bandas
de oro y plata;
incluso me enorgullezco de sus castigos
de domingos encerrado,
y de la mirada despectiva de los pijos
de corbatas de “Sierra” y zapatos Sebago.

Algunos, al fin, hemos reventado,
de tantas sabatinas
y misas desganadas,
de confesionarios oscuros
de contacto con rostros indagantes
de olor a Floid;
llenos de vergüenzas,
de pecados, de deseos sin consumar,
de tantas historias de guerra,
en que los malos son tan malos
y los buenos tan buenos.
Ahora empiezo a creer sólo
en los hombres de bien;
vistan de negro o de blanco
o de rojo grana, no importa.

Y el otro día, hasta me he atrevido
a besar en su portal a la niña de mis sueños:
la de las trenzas rubias,
y ojos del color de las algas húmedas;
temblando, pero de emoción,
no de vergüenza o miedo
y solo arrepintiéndome,
de no haberla besado antes,
una y mil veces.

Recuerdo su olor:
(muy diferente al de mi madre)
a hojas del otoño
a hierba fresca
al mar de mi infancia
a la vida misma.

Y tantas cosas
a las que no pude acercarme
y que ahora me esperan.
Son otro mundo más
sobre este mundo.

Y seguramente serán estos recuerdos
que a nadie le importan
lo único que quedará de mí
cuando me muera
.

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