En la foto estoy en la mitad
de la travesía de los canalizos
A
buen paso cruzamos las invernales del Texu.
Dos
docenas de cabañas construidas con piedra
madera
y barro cocido; primarios materiales
que
el hombre utilizó con sabiduría desde
el
origen, y únicos que se deberían permitir
en
estos pueblos de montaña.
(Nada
es más bello y útil que una teja de
barro:
cobija
el agua y la hace discurrir,
rumorosa,
hasta las afueras del hogar.
Canal
y cobija; dos utilidades en la misma forma.
Dos
superficies curvas tan eficaces como la rueda.
El
hombre nunca más usaría las cavernas.
Y
la madera... dócil y hermosa . Puede ser violín
o
leño de un fuego; puerta que protege el hogar
o
cuna donde nacemos. Cualquier cosa.
De
la piedra, luego hablaremos.)
Enseguida,
cruzamos un bello puente
abrazado por la hiedra.
El
antiguo camino de Urriellu,
que
tantas veces transitamos,
se
pierde entre las hojas abatidas del otoño.
Los
castaños, pródigos, siembran las hojas
de
semillas protegidas por finas agujas,
que
al abrirse regalan brillantes frutos de invierno.
Los
pinzones y jilgueros escondidos en las ramas
hacen
cantar a los robles centenarios.
Al
llegar al collado Pandébano, una mujer
de ojos sabios y
rostro curtido, nos ofrece el queso azul
que
madura en las entrañas de la roca.
Va
envuelto en una piel de hojas de arce humedecidas.
Es
una delicia, y allí mismo comemos un buen trozo.
En
la mochila no, pues en el refugio puede dar lugar
a
algún equívoco.
La
Luz como una flor envejecida cae lentamente.
Poco
a poco se acrece la noche hasta ocuparlo todo
e
invadirnos.
El
nuevo camino mordido a la roca se adentra
en
el collado Vallejo y zigzaguea plateado
por
El Torcón y El Valle del Agua.
Entre la húmeda niebla y la
oscuridad,
unos ojos brillantes como luciérnagas,
siguen nuestros pasos.
Los rebecos parecen espectros
revoltosos.
El
mas grande alpinista de Picos nos acompaña.
Los
años no parecen hacer mella en él;
la
cadencia de sus pasos es suave y constante.
Los
jóvenes nos adelantan a buen ritmo.
Pedro
me mira sonriendo y me dice socarrón:
— Unos
van con gasoil y otros con gasolina.
Al
poco rato los encontramos desperdigados
y
perdidos, gritando nerviosos para
orientarse.
Equivocados
se han metido a la canal de La Celada.
A
mí lado Pedro Udaondo sonríe:
sabio, en silencio,
con cierta sorna en la mirada.
Habíamos
llegado al refugio. Teníamos frío
y temblábamos bajo camisas empapadas de
sudor.
Salió
el guarda-Tomás- a abrazar al " rey de los Picos".
Después
la cena.
Ningún plato gourmet se puede comparar
por
el plato de un refugio: patatas, chorizos y huevos.
acompañado
de historias montañeras.
En
la cena se ha ido la luz y han puesto velas.
Alrededor:
el fuego de una lumbre; amigos, silencio,
y
la aventura del Picu en las espaldas.
Más
tarde las brasas se rinden lentamente.
Hay
chovas de silencio cantando en mis oídos.
Ese
silencio absoluto solo se puede sentir en las alturas,
un
silencio solo roto por el eco del viento.
Es
entonces cuando la luz también se convierte en eco.
Las
noches apoyadas en el primer instinto de aventura,
el instinto más primario; sin él no hay vida.
Tengo
deseos de salir y exaltar la noche
de
unirme a ella con sus ecos y su silencio
en
la pared transida de reflejos.
Me
llega el recuerdo de un instante, ya muy viejo.
Una
noche de tempestad en El Urriellu,
cuando
al alba, un rayo, como una cuchillada,
encendió la roca, y una cascada de luz
bajó por las laderas,
y
luego la paz de nuevo, y el silencio
cuando encontró la madre tierra.
Al
amanecer hablábamos despacio
esperando
la luz para aventar el miedo.
Fuera
rezaba el viento.
Un frío empaña
los cristales y en las montañas
se
vislumbra un óxido de lunas afiladas.
Llega
el alba y la conciencia retoma sus dominios.
Arde
la claridad, asoma el día,
pero
no acaba de entrar entre la niebla.
En
un silencio pródigo de nubes,
Solo
oigo mis eternas compañeras.
Asoma
la luz,
como una marea que nos inunda de
blancura.
Un mar de nubes se funde con el cielo.
Al norte emergen las cumbres del Cuera
como
los restos de un naufragio afloran
en
medio de una tempestad.
Cargamos
las mochilas a la puerta del refugio.
Debajo
de carámbanos de hielo,
nos despedimos de Udaondo.
Él
ya tenía ciento cincuenta ascensiones al Picu
y
la primera invernal. Su objetivo ese día era otro.
Cómo
adivinar que un resbalón por Las Barrastrosas
y
trescientos metros de caída, acabarían con su vida.
Allí
entre lo que más amó.
Es
la montaña; así es como sucede.
En
fila, haciendo huella, nos adentramos
en la canal de La Celada.
La
lluvia blanca restalla contra los muros de caliza.
Las nubes nos cubren como un sudario; nos
envuelven.
La luz aprisionada en la sombra se transfigura
de
repente en un resplandor que nos deslumbra.
De
pronto, se abrieron en dos las nubes,
y
como la estela de un dios desconocido,
se mostró el inmenso espolón norte,
desfigurado por una negra cicatriz.
Una
inmensa quilla hendida por la oscura chimenea
que como una cuchillada la discurre.
Por
ella subió descalzo El Cainejo
y
Pidal ,el aristócrata cazador de rebecos,
en
un día neblinoso,
que les evitó la
tortura del abismo.
Un
monolito de piedra dejó constancia
de
aquella hazaña extraordinaria
de los
conquistadores de lo inútil
De
testigo: algunas chovas
y
la acritud callada de la roca.
La
canal, exhala un vaho húmedo
a
brezo y musgo y algo perverso, inabarcable,
se
desprende por ella.
Con
algo de esfuerzo y a golpes de piolet,
llegamos
al JouTras el Picu.
La
pared cortada a hachazos es nuestro destino .
Mirándola,
me pregunto: ¿dónde empieza ese gris,
donde
termina ?
¿qué mano secreta ha tallado ese cuerpo
de
líneas esbeltas, delicadas?
Como
una antigua ceremonia, nos encordamos:
As
de guía, clavijas de acero, mosquetones,
pies de gato, chubasquero,
y sin olvidarnos el casco.
El
primer largo tiene dificultad. Las rocas están lavadas
por
la lluvia y el agua las cubre de
escarcha;
el suave orvallo (1) las lame y las vuelve
escurridizas.
Empieza
entonces una cadencia armónica,
como
una danza.
Cada
paso apaga el tiempo y la duración
es el
ritmo de la lluvia.
Los
ojos se deleitan en las grietas de la roca,
en
lugar que en la cumbre,
en
la nube, en lugar que en el cielo.
Crecen
entre las grietas flores de inaudita
belleza
y
colores inesperados.
Solo nosotros, los pájaros e insectos,
podemos
disfrutarlas.
El
viento baila en torno y riza las cuerdas, las embrolla.
Se
oye el tintineo de aceros
clavándose en minúsculas fisuras,
buscando las entrañas de la piedra.
Seguridad
efímera, pues la pared es sólida, sin resquicio;
como
el carácter recio de los hombres de esta tierra.
El
vacío se hace vertiginoso.
¿Quién sino, esos momentos alargan el tiempo
y agigantan los ángulos
torcidos de la roca?
Se
funden las palabras con el compañero de cordada
con
las que me distraigo del abismo.
Quisiera
guardar esos instantes;
invisibles,
como piedras desnudas.
Que
no transcurriese el tiempo.
Otro
paso nos espera; una llámbria lisa,
surcada
por canales que el paciente discurrir del agua
ha
lamido a la roca. Como lágrimas en un rostro atormentado.
Una
caída aquí es un péndulo impredecible.
Terminada
la peor zona, trepamos ya por el anfiteatro
con
ansias de la cumbre.
De
pronto, un alud de piedras, como si se deshiciera
la
montaña, nos coge de improviso.
Zumban
a nuestro alrededor como un enjambre rabioso.
Al
chocar, saltan esquirlas
y
queda en el ambiente un olor acre de azufre .
Hemos
tenido suerte, y el casco y la mochila
nos
salvó de algo más serio.
En
la arista cimera el sol araña la roca
y
pide su oportunidad.
Aquí
el abismo se asienta en toda su grandeza.
Al
final de este filo está la meta.
El
tiempo gira en torno de ese instante
en
esa cumbre anexa al infinito.
Haber soñado años
con este día
y
estar aquí, de pronto; exento, callado, sin edad.
No cruzará de nuevo esta nube sobre Urriellu.
Gocemos
este instante
Roca:
dame valor y miedo para volver de nuevo a ti.
(1) en asturiano L'Orbayu, Orpín
En castellano: RAE: orvallo, orballo, Indistinto