El Elogio del Horizonte
Tanto suicidio, e intento de suicidio en estos días, me ha
recordado este relato que ya escribí hace algún tiempo.
En Agosto de hace unos años una pareja de jóvenes encontró la
muerte al caer por el precipicio que existe allí donde se pone el sol. Era más
o menos a la misma hora que se hizo esta imagen y quizás fuera algo parecido lo
que vieron por última vez.
A ellos les dedico este pequeño relato.
Nadie
se fijó en la chaqueta de lana pulcramente doblada, ni en la tenue huella que
dejaron sus cuerpos sobre la hierba del acantilado; sobre la tierna, húmeda y
olorosa hierba.
Según
dicen, se precipitaron abrazados al encuentro de las blancas rocas donde bate
el mar. El cabello rubio de la niña alborotado como el frágil aleteo de una
mariposa o el vuelo de una paloma herida por el viento.
El
niño que la abraza; las blancas rocas; el mar rugiente. Surgen precisos y
dibujados con una realidad que les llena el alma de un pavor desconcertante, de
una última y miserable duda.
Allá
arriba; el indiferente ídolo que les dio cobijo, elogia el horizonte en ese
gesto inútil de abrazar el viento derrochando, su falsa, huidiza y engañosa sombra.
Impasible, como el eterno jugador que cercena, hiere, mutila, sin compasión ni
causa; en ese extraño y aleatoria orden que le dictan sus caprichos de jugador
empedernido.
Las
blancas e inofensivas rocas batidas por el mar: hieren, cortan, laceran con su
tímido e inocente filo, las níveas, propiciatorias y entregadas carnes de una
niña que ya jamás podrá ser amada; o quién sabe si cumpliendo su designio y
burlando al fin la partida al implacable, al omnipresente, al todopoderoso
jugador, fuese ahora amada para siempre; libre al fin de esas promesas que nada
más nacer ya se corrompen; porque, al fin del todo, ningún amor merece el cruel
destino de la muerte. Quien soy yo para saberlo.
Cuando
la arrancaron de aquellas blancas e inocentes rocas batidas por el mar, llegue
a ver (ojalá hubiera salido huyendo) su rostro transparente que nunca había
sabido interrogar y que se entregaba a una enigmática sonrisa, a una misteriosa
y huidiza sonrisa, que no pude comprender y que todavía ahora presiento a cada
instante a cada latido de mi corazón.
Envolvieron
su cuerpo frágil y roto de promesas, con jirones de su falda de colegio; la
plisada de cuadritos que su madre había planchado esa mañana. Y cuando cerraron
sus ojos para siempre, pude vislumbrar aquel último reflejo del color de las
algas húmedas que acaricia el mar.
Con
el alboroto y el ulular de las sirenas, nadie se fijo en la chaqueta de lana
pulcramente doblada, ni en la tenue huella que dejaron sus cuerpos sobre la
hierba. Pero yo si pude sentir su suave tacto y el ligero olor de su perfume.
El
niño al que tan fuerte se abrazaba nunca fue encontrado; solo un retal de su
impermeable ondeo algún tiempo en la cima de una blanca roca que bate el mar,
pero de él nunca se supo.
Alguien
me dijo que en el fondo del mar se adivinan aquellos misterios que la vida nos
ha negado comprender.
Todas
las noches sueño con la blanca niña del acantilado, quien sabe si para sentirme
avergonzado de seguir viviendo, o para preguntarme porque vivo.
Hernán
(Mayo 22)