viernes, 15 de abril de 2022

MUERTE EN CAÍN DE ARRIBA

Vista desde Cain 


Este relato es fruto de mi imaginación, pero esta basado en una  anécdota que me contó don Evaristo San Miguel.


MUERTE EN CAÍN DE ARRIBA 

Celestino Pérez se encontraba a punto de desmayarse. Herido y solo, pensaba que sus horas estaban contadas y que ya poco más le quedaba por hacer que echarse sobre la nieve y morir. La envestida inesperada del castrón, le incrustó varias costillas en los pulmones destrozándole el hígado. Ahora las cabras se arremolinaban junto el pastor, balando y lamiendo la sangre que lentamente iba empapando la nieve. 

 Los ecos de la campana de Caín de Abajo invadían las laderas del Valle implorando una respuesta, pero Celestino Pérez no podía oírlas. Su último pensamiento fue para su antepasado Gregorio Pérez “ El Cainejo” . El destino quiso que tuvieran la misma muerte. 

Al atardecer, la temprana ventisca de abril había amainado bastante, y las botas claveteadas de los dos pastores resonaban por la canal de Los Mesones.  Iban abriendo huella con dificultad, pues las tres riegas que confluían cerca de la majada se habían desbordado dificultándoles el paso. Al llegar a la invernal, los dos hombres se pararon delante de un aprisco donde las cabras buscaban entre la nieve algún resto de pasto. Semi oculto entre la nieve, encontraron a Celestino Pérez.

 —Hace horas que murió reventado—dijo el pastor más viejo. 

—Si, tuvo mala suerte. El castrón le acertó de lleno en el pecho —dijo el otro pastor. 

—Asómate encima del sedo y con una esquila da tres campanadas de aviso a los de abajo. El cura tendrá que avisar a María y a su hija— dijo el viejo. 

El pastor limpió lo mejor que pudo al muerto y fue a buscar una escalera y una cuerda de esparto. Mientras esperaba el regreso del joven, lio un pitillo resguardado en el zaguán de la cabaña. 

«Los cainejos —se dijo— no mueren si no que se despeñan. Morir destripados, ese es nuestro destino, y por un trabajo que no consigue ni matarnos el hambre» 

Al llegar el joven, envolvieron al muerto con sacos de arpillera y lo sujetaron a una escalera. 

—La ruta del sedo está impracticable. Las armaduras están colmadas de hielo y la riega se ha desbordado—dijo—Tendremos que usar la misma ruta de Pendín. 

Pues andando— dijo el viejo 

El camino de bajada se había puesto muy peligroso; la nieve caída se había ablandado con el agua y cualquier traspiés podría precipitarles al barranco. Los puntos críticos eran los pontones situados en el arroyo. El peor era el que atravesaba la riega La Jerrera pues acumulaba el agua de tres torrenteras. Al llegar al pontón, apoyaron la escalera con Celestino en el suelo, y el más joven, haciendo equilibrios, cruzó la resbalosa madera. El agua helada, les salpicaba y empapaba las zamarras de piel de oveja. Con mucho cuidado colocaron la improvisada camilla en el pontón y el joven del otro lado la iba deslizando. Todo iba bien hasta que el pastor más viejo resbaló, y para equilibrase soltó la escalera, que de ese lado se deslizo directa al arroyo, manteniéndose del otro lado sujeta por el joven que con gran esfuerzo logró izarla de nuevo a la orilla. 

 Celestino Pérez había quedado hecho unos zorros. Le había caído el saco de la cabeza, las  enormes orejas le sangraban, y se le había roto la nariz; sus ojos muy abiertos parecía que los miraba rabioso. 

―En buen momento se le ocurre a usted soltar la escalera ―le dijo el joven con dureza―. ¿Cómo le vamos a presentar esta calamidad a la viuda? 

 ―Lo siento hijo, mis piernas no son lo que eran ―se disculpó pesaroso―. Pero lo malo empieza ahora, está entrando la noche y la borrina baja por Los Mesones; en media hora no veremos ni las oreyas de Ceferino.  

―Tendremos que hacer noche en la cueva la Pasada―continuó―. Mañana arreglaremos lo que podamos de este desastre ―dijo mirando al finado. 

En media hora de esfuerzo llegaron a la cueva: era bastante amplia y estaba tapizada de estiércol de oveja y de cabra. Dejaron a Ceferino con la escalera encima de unas piedras y se dispusieron a pasar la noche de la mejor manera posible: encendieron un fuego con estiércol y ramas, y sacando del zurrón dos botas de vino y queso, bebieron con gran afición hasta sentirse bastante borrachos; el oficio de recuperar cadáveres les abrió mucho el apetito, pero sobre todo  la sed. 

Al alba, un rayo de sol se filtró por la entrada de la cueva despertando al joven pastor. Desperezándose, miró a su compañero que roncaba plácidamente, después miró a Ceferino Pérez , y entonces vio la escena que recordaría toda su vida y que le hizo dar un terrible grito de espanto: 

―¡¡ ME CAGO EN ROSSS…!!   ¡¡COMIERONI LOS RATONES LES OREYES!!   

La escena era difícil de olvidar; varios ratones de regular tamaño roían con gran fruición las orejas de Ceferino, y lo malo es que empezaban también con las narices.  Los dos hombres se pusieron a azotar a golpe de zurrón la maltrecha figura de Ceferino, hasta que los ratones huyeron en espantada en todas las direcciones.  

―¿Y ahora que vamos a hacer compañero? ―. El viejo pastor respiraba afanosamente, se le juntaba el susto con la resaca. 

—Debemos pensar algo, y tendrá que ser muy rápido.  

En el exterior de la iglesia de Santo Tomás, una comitiva esperaba la llegada de los pastores con el cuerpo: estaba en primer lugar María, la esposa de Ceferino, que llorosa era consolada por el párroco don Fulgencio; los demás eran vecinos que con las gorras en la mano esperaban silenciosos.  

Por el camino de Pendín vieron llegar a los dos pastores que portaban el cuerpo amarrado a la escalera. Iba envuelto en dos sacos y le habían enrollado la cabeza con las fajas de lana. El párroco les indicó que metieran en la iglesia el cuerpo, y a continuación, el viejo pastor se acerco respetuoso a hablar con la viuda. 

―Señora María, en primer lugar quiero expresarle mi pena; Ceferino era una gran persona y un gran compañero. Cuando llegamos, ya nada se podía hacer por él; la envestida del castrón fue tan certera que estaba exhalando su último aliento. Pudimos, sin embargo, escuchar su postrer deseo que nos hizo jurar que hiciese usted cumplir.  

―Te escucho, y por mi vida que lo haré cumplir hasta las últimas consecuencias  ―dijo la viuda. 

 ―Pues es algo sencillo: nos dijo que tanto había sufrido en la vida de sabañones en las orejas, que su último deseo era ser enterrado con el mejor pasamontañas que pudiéramos conseguir. Entonces le puse el mío, fabricado con piel de raposo  y la prenda que más aprecio le tengo; después acerqué mis labios a su oído y le dije:

 ―Amigo mío, yo te prometo que tu postrer deseo será cumplido; y  poniéndole mi pasamontañas de piel de zorro, exhaló feliz y contento.  

                                      FIN

   Gregorio Pérez De maría “El Cainejo” , se hizo famoso por escalar por primera vez el  Naranjo de Bulnes en 1.904  ( a los 51 años) como guía de don Pedro Pidal, Marqués de  Villaviciosa. Murió a los 60 años por una envestida de un castrón.

    Hernán (Semana santa 2.022)

                             

jueves, 14 de abril de 2022

EL VIÁTICO













  

DESCRIPCIÓN DEL VICARIO 


El vicario de Miyares, don Dimas: hombrón de cara atezada, y vientre prominente, iba vestido con sotana de larga abotonadura en el centro. La cabeza la cubría con un sombrero “de teja”. Tenía fama de predicador incansable y de atemorizar desde el púlpito a sus feligreses con su tosco vozarrón de fumador. Igual que la mayoría de los párrocos, llevaba un riguroso control, con nombres y apellidos, de los fieles que cumplían con el santo precepto — comulgar y confesarse por Pascua florida—. Denunciaba, inflexible, a los campesinos que trabajaban los días de guardar; que incluso llegaban a ser detenidos por la Guardia Civil. Concedía informes de buena conducta indispensables, entre otras cosas, para poder emigrar. 


PRIMER ESCENA 


Pueblo asturiano de finales del siglo XIX : casas antiguas de piedra, e iglesia de piedra y claustro.

Se ve al párroco con un monaguillo a cada lado tañendo cada uno una campanilla y el párroco en el centro con el alba y la casulla finamente bordada y con brillante estola de seda, mantenía en alto el copón dorado con la hostia en la mano . De fondo se oye el monótono repiqueteo de la campana Los campesinos van saliendo de las casas y al pasar el párroco se arrodillan y santiguan agachando reverentes la cabeza . 

El párroco aspergea de agua bendita con el hisopo mientras camina va canturreando: 

Pax huic domic . Et omnibus habitántibus in ea. 

Don Dimas se dirige a dar el viático o extremaunción a un campesino que se encuentra moribundo. 

Al llegar a la casa donde el moribundo entablaba su postrera lucha; don Dimas pidió insistente a su hija , que postrada de rodillas lloraba desconsolada, la última bula. (Documento que se pagaba a la iglesia si se quería comer carne o compango en cuaresma sin cometer pecado mortal) 

»⎯No la hay, señor cura. Las bulas cuestan dinero y esta es una casa muy pobrerespondió llorosa la hija.

»⎯¿Qué se comió en esta casa por la cuaresma? 

»⎯Nada señor cura 

»⎯ ¡Como que nada!—atronó el párroco furioso— ¡Comer carne de cerdo, chorizos y buena manteca!. ¡Eso es lo que se hizo 

»⎯Solo comemos torta y boroña— dijo medrosa la hija— acompañando a les fabes o patates , y pol friú del inviernu: castañes y lechi. Bueno… y algún chorizu el día la fiesta, pero no por Cuaresma. 

»⎯Yo cumplo con la obligación que me manda la santa Madre Iglesia. ¡si no hay bula no hay sacramentos! 

Y mirando al moribundo continuo colérico: 

»⎯!Por lo menos que de signos de arrepentimiento! 

»⎯¿De que ha de arrepentirse, si no es mala pregunta? 

»⎯!De que va a ser, ignorante!, de faltar a la iglesia y al mandato de sus ministros. 

»⎯Pero, señor curareplicó la hija entre sollozos —siempre fue un buen padre y esposo. Lo único que hizo en su vida fue trabayar y pagar los arriendos

Además: ¿cómo se va ha arrepentir si solo puede abrir y cerrar los ojos? 

»⎯Bueno⎯dijo inflexible el párroco⎯pues que admita su arrepentimiento cerrando los ojos y después ya hablaremos del pago de la bula , pues pagar tendrá que pagar o será condenado . El moribundo en postrer esfuerzo volvió su afilado rostro hacia el párroco y clavo en él su mirada. 

»⎯Cierra los ojos hijo mío, o te condenaras para siempre en el infierno. 

El moribundo entreabrió sus ojos amarillos y secos—hacía mucho tiempo que se le habían secado de tristeza y de tanto mirar al sol — y sin un pestañeo los fijo en don Dimas, y allí los mantuvo, hasta que se extinguió la luz. 

Su hija no se atrevió a cerrarle los ojos, y la penúltima escena es el difunto en el ataúd con los ojos abiertos a través del cristal de la caja . 

(escena ascendente desde el cristal del ataúd viéndose sus ojos tremendamente abiertos y fijos) 

FIN

Semana Santa del 2.022


Hernán 





UN VIERNES CUALQUIERA


 UN VIERNES CUALQUIERA 
( Cuento corto)



En  el termopolio que había junto a la muralla, los taberneros hebreos servían vino caliente de los cráteres  incrustados en los mostradores de piedra. A esa hora de la tarde el sol se ocultaba entre las torres y baluartes proyectando largas sombras sobre los tres soldados que se acodaban en la gruesa mesa de roble. Cada uno tenía una copa de barro en la mano y los tres estaban bastante achispados. 

―No me gusta mezclar el vino con agua, no es propio de un legionario―dijo el soldado alto 

―El vino mezclado no ayuda en este trabajo― añadió el soldado más grueso. 

El tercer soldado era un centurión; vestía con túnica roja y una gálea o casco de acero con penacho de pluma. Tenía el rostro congestionado por el vino y miraba a sus soldados con ojos inexpresivos de beodo. 

―Quería hablar con usted por lo del aumento de sueldo ―dijo el primer soldado mirando de frente al oficial. 

—No se puede hacer este trabajo por medio denario; en el frente, el botín cuadra las cuentas. 

―Hoy fue un día especialmente duro. Tengo el brazo destrozado de tanto latigazo―. El soldado grueso bebía de la copa de barro mientas enseñaba los cardenales del antebrazo. 

―En toda la mañana no lo oí quejarse.―dijo el centurión con ojos absortos.

―¿Alguno de vosotros lo oyó quejarse? 

―No, era un hombre digno ―contestó el primer soldado― ¿Pero qué hay del aumento de sueldo?

El centurión miró al tabernero hebreo, y le gritó furioso: 

―¡Judío!..., ¡sirve otra jarra de vino!... ¡y sin mezcla!...¡Somos putos soldados del cesar! 

El tabernero acudió presuroso con una jarra de vino caliente y la colocó en el centro de la mesa. Cuando se retiraba discretamente, el centurión se levantó, y tambaleándose, lo cogió por el mandil de cuero, y con brusquedad, lo atrajo hacia él. El tabernero era de baja estatura y el centurión agarrándolo por la cintura lo levantó con violencia hasta la altura de sus ojos. 

―¿No lloras por tu rey, judío?―. El tabernero, pateaba al aire mientras, el centurión lo llevaba en volandas. De un empellón lo lanzó contra las vasijas, y el tabernero huyó aterrado. 

―Al fin y al cabo, hacíamos nuestro trabajo. Pero ese hombre supo comportarse. 

―Si, supo comportarse. Cuando le clavé el primer clavo; no gritó, ni pidió clemencia; solo me miró en silencio. Creo que supo comportarse ―dijo el primer soldado. 

―Lo peor es al levantar la cruz; el peso los destroza ―dijo el centurión―. Llevo muchos crucificados, pero ninguno como este.

―Y lo abandonaron todos los hombres. 

―Creo que lo vendieron por treinta denarios de plata; casi dos meses de trabajo ―dijo el primer soldado.

―¿Cuándo podremos hablar de nuestro sueldo? 

―Vosotros venderíais a vuestra madre por treinta denarios de plata ―les dijo el centurión. Miró al tabernero, que tembloroso, los observaba cabizbajo. 

―¡Otra jarra!... ¡judío cobarde!... Pagarás nuestra borrachera por hacer vuestro trabajo. 

El tabernero acudió enseguida con otra jarra más grande. Su rostro estaba pálido y sudoroso.

—Aquí tiene señor centurión; pidan  lo que quieran, que la casa invita.

—Lo abandonaron sus seguidores; solo había tres mujeres.  

Los tres soldados estaban ya muy trompas, y se habían quitado las  lóricas y las galeas. Pese al fresco de la tarde sus rostros brillaban a la luz de los candiles. 

―Creo que era su madre y su novia. Menudos cagados sus seguidores ―dijo el segundo soldado. 

―Su novia era muy conocida por la tropa. Yo mismo me fui con ella―dijo el soldado alto― hasta para eso tuvo mala suerte. 

―¿A que vino el clavarle la lanza?, siempre les rompemos las piernas; es el procedimiento. 

―Era un hombre decente, es lo menos que podía hacer por él ―dijo el centurión. 

―Cuando me acerqué, lo oí decir que su padre le había abandonado. Eso no se hace, ―continuó― un padre no abandona a su hijo.

―Vámonos de aquí, no sirve de nada seguir bebiendo. 

Los soldados recogieron sus cascos y armaduras, y tambaleándose se dirigieron hacia los barracones.

―¿Crees que alguien se acordará de él?―preguntó el soldado segundo. 

―En una semana solo su madre le recordará ―contestó el centurión― y su novia volverá a ser popular entre los soldados. 

El centurión miró hacia la colina, donde a la tenue luz de la luna se vislumbraban las tres cruces y la silueta de las mujeres. 

―Pobre hombre, mañana nadie querrá saber que ha existido. ―dijo el centurión Longino. 

―Lo que importa es que le hables al legado de nuestro sueldo; las ejecuciones dan mucho trabajo―dijo el primer soldado. 


                            FIN

Hernán 

Semana Santa 14/04/22



martes, 12 de abril de 2022

EL HOMBRE DEL MAQUIS

 



Pinchar para escuchar 


Lo he basado en una historia real que 
me ha contado su compañero de trinchera:
su primo, ya hace tiempo fallecido.
La cueva en la que se escondía era
la ahora conocida cueva de Sidrón,
Hernán