jueves, 14 de abril de 2022

UN VIERNES CUALQUIERA


 UN VIERNES CUALQUIERA 
( Cuento corto)



En  el termopolio que había junto a la muralla, los taberneros hebreos servían vino caliente de los cráteres  incrustados en los mostradores de piedra. A esa hora de la tarde el sol se ocultaba entre las torres y baluartes proyectando largas sombras sobre los tres soldados que se acodaban en la gruesa mesa de roble. Cada uno tenía una copa de barro en la mano y los tres estaban bastante achispados. 

―No me gusta mezclar el vino con agua, no es propio de un legionario―dijo el soldado alto 

―El vino mezclado no ayuda en este trabajo― añadió el soldado más grueso. 

El tercer soldado era un centurión; vestía con túnica roja y una gálea o casco de acero con penacho de pluma. Tenía el rostro congestionado por el vino y miraba a sus soldados con ojos inexpresivos de beodo. 

―Quería hablar con usted por lo del aumento de sueldo ―dijo el primer soldado mirando de frente al oficial. 

—No se puede hacer este trabajo por medio denario; en el frente, el botín cuadra las cuentas. 

―Hoy fue un día especialmente duro. Tengo el brazo destrozado de tanto latigazo―. El soldado grueso bebía de la copa de barro mientas enseñaba los cardenales del antebrazo. 

―En toda la mañana no lo oí quejarse.―dijo el centurión con ojos absortos.

―¿Alguno de vosotros lo oyó quejarse? 

―No, era un hombre digno ―contestó el primer soldado― ¿Pero qué hay del aumento de sueldo?

El centurión miró al tabernero hebreo, y le gritó furioso: 

―¡Judío!..., ¡sirve otra jarra de vino!... ¡y sin mezcla!...¡Somos putos soldados del cesar! 

El tabernero acudió presuroso con una jarra de vino caliente y la colocó en el centro de la mesa. Cuando se retiraba discretamente, el centurión se levantó, y tambaleándose, lo cogió por el mandil de cuero, y con brusquedad, lo atrajo hacia él. El tabernero era de baja estatura y el centurión agarrándolo por la cintura lo levantó con violencia hasta la altura de sus ojos. 

―¿No lloras por tu rey, judío?―. El tabernero, pateaba al aire mientras, el centurión lo llevaba en volandas. De un empellón lo lanzó contra las vasijas, y el tabernero huyó aterrado. 

―Al fin y al cabo, hacíamos nuestro trabajo. Pero ese hombre supo comportarse. 

―Si, supo comportarse. Cuando le clavé el primer clavo; no gritó, ni pidió clemencia; solo me miró en silencio. Creo que supo comportarse ―dijo el primer soldado. 

―Lo peor es al levantar la cruz; el peso los destroza ―dijo el centurión―. Llevo muchos crucificados, pero ninguno como este.

―Y lo abandonaron todos los hombres. 

―Creo que lo vendieron por treinta denarios de plata; casi dos meses de trabajo ―dijo el primer soldado.

―¿Cuándo podremos hablar de nuestro sueldo? 

―Vosotros venderíais a vuestra madre por treinta denarios de plata ―les dijo el centurión. Miró al tabernero, que tembloroso, los observaba cabizbajo. 

―¡Otra jarra!... ¡judío cobarde!... Pagarás nuestra borrachera por hacer vuestro trabajo. 

El tabernero acudió enseguida con otra jarra más grande. Su rostro estaba pálido y sudoroso.

—Aquí tiene señor centurión; pidan  lo que quieran, que la casa invita.

—Lo abandonaron sus seguidores; solo había tres mujeres.  

Los tres soldados estaban ya muy trompas, y se habían quitado las  lóricas y las galeas. Pese al fresco de la tarde sus rostros brillaban a la luz de los candiles. 

―Creo que era su madre y su novia. Menudos cagados sus seguidores ―dijo el segundo soldado. 

―Su novia era muy conocida por la tropa. Yo mismo me fui con ella―dijo el soldado alto― hasta para eso tuvo mala suerte. 

―¿A que vino el clavarle la lanza?, siempre les rompemos las piernas; es el procedimiento. 

―Era un hombre decente, es lo menos que podía hacer por él ―dijo el centurión. 

―Cuando me acerqué, lo oí decir que su padre le había abandonado. Eso no se hace, ―continuó― un padre no abandona a su hijo.

―Vámonos de aquí, no sirve de nada seguir bebiendo. 

Los soldados recogieron sus cascos y armaduras, y tambaleándose se dirigieron hacia los barracones.

―¿Crees que alguien se acordará de él?―preguntó el soldado segundo. 

―En una semana solo su madre le recordará ―contestó el centurión― y su novia volverá a ser popular entre los soldados. 

El centurión miró hacia la colina, donde a la tenue luz de la luna se vislumbraban las tres cruces y la silueta de las mujeres. 

―Pobre hombre, mañana nadie querrá saber que ha existido. ―dijo el centurión Longino. 

―Lo que importa es que le hables al legado de nuestro sueldo; las ejecuciones dan mucho trabajo―dijo el primer soldado. 


                            FIN

Hernán 

Semana Santa 14/04/22



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